martes, 6 de abril de 2010

Doscientas cuarenta


Al principio no olía nada, no escuchaba nada, me maravillaba sólo con lo que podía ver. Verde, marrón, celeste.. Observaba el paisaje: las montañas, los árboles, las frutas. Ver un caballo me enloquecía, moría por montarme en uno.... A la noche me fascinaba mirar el cielo... una, dos, tres, cuatro.. en menos de dos minutos llegue a la novena y deje contar las estrellas fugaces que veía.. Pasados un par de días pasé de no oler nada a respirar aire, a reconocer el olor del poleo, el incayuyo, la menta... aunque es probable que creyendo reconocerlos los haya confundido entre sí o con otras plantas. Dejé de escuchar la nada, a escuchar el viento, si estabas cerca, el río. Escuchaba el paso de los caballos, a la noche los grillos, y otros bichos que jamás reconocí.. Dejé de contar las estrellas fugaces y simplemente me sentaba en una piedra a mirar el cielo. Descubrí que si miras fijo a un grupito de estrellas, cerrás los ojos y los volvés a abrir, aparecen más y más y más, hasta que te cansás y sólo mirás.. El mate como compañero infaltable. Compartía las charlas, los silencios, los pensares. El mate compartía risas, juegos, canciones. Lo recuerdo como un lugar mágico y perfecto.
Una vez leí una frase de Neruda que decía "Algún día, en cualquier parte, en cualquier lugar indefectiblemente te encontrarás a ti mismo, y ésa, sólo ésa, puede ser la más feliz o la más amarga de tus horas.".. Me tocó la más feliz


Pachina.

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